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Crítica | ‘Indiana Jones y el dial del destino’: un Harrison Ford crepuscular y anacrónico a la sombra del pasado y la nostalgia

En esta imagen proporcionada por Lucasfilm, Harrison Ford en una escena de "Indiana Jones y el dial del destino". (Lucasfilm Ltd. vía AP)
En esta imagen proporcionada por Lucasfilm, Harrison Ford en una escena de “Indiana Jones y el dial del destino”. (Lucasfilm Ltd. vía AP) (Jonathan Olley/)

Pocos personajes con nombre y apellidos han pasado a formar parte de la cultura popular sin necesidad de estar inscritos dentro de mundo de los cómics. En 1981, Steven Spielberg iniciaría su década dorada del entretenimiento con una peripecia protagonizada por un arqueólogo carismático y canalla que se embarcaba en la peligrosa misión de encontrar el Arca de la Alianza e impedir que los nazis utilizaran su poder.

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En busca del arca perdida reinventó el cine de aventuras tal y como lo conocemos en la actualidad, y en ella Spielberg puso en práctica ese sentido de la maravilla que siempre le ha caracterizado a través de set-pièces de un auténtico virtuosismo y cargadas de ideas asombrosas ya desde la escena de apertura, con Indiana intentando salir ileso de un templo repleto de trampas mortales, corriendo delante de una piedra redonda gigante y otras cien mil virguerías que dejaban sin aliento en apenas unos minutos.

Un Indiana Jones prejubilado

Ahora, vuelve Indiana Jones, o lo que es lo mismo Harrison Ford, convertido en prácticamente un anciano. Estamos en las postrimería de los años sesenta, el hombre acaba de pisar la Luna, e Indiana ya no parece tener lugar en este mundo. Se ha convertido en una figura anacrónica que además vive en el pasado, carcomido por la culpa, por la muerte de su hijo (¿una excusa para que Shia LaBeouf no participara en esta entrega?) y solo, tras la separación del amor de su vida, Marion (Karen Allen), medio alcoholizado y a punto de jubilarse como profesor universitario.

Indiana Jones y el dial del destino (Disney)
Indy vuelve a ser joven gracias al CGI (Disney) (Lucasfilm Ltd./)

Pero para marcar la decadencia actual del personaje, la película se inicia con una de sus correrías de juventud, con Harrison Ford recreado digitalmente, en una apertura de aliento retro en la que tendrá que impedir que los nazis roben una serie de reliquias. Lo hará acompañado de su amigo Basil (Toby Jones) y allí conocerán a un misterioso científico, el doctor Voller (Mads Mikkelsen) que tiene en su poder un extraño artefacto que construyó el mismísimo Arquímedes, y que podría tener la capacidad de viajar en el tiempo.

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Ya instalados de nuevo a finales de los sesenta, al ritmo de Magic Mystery Tour de los Beatles, nos encontramos esa imagen de Indy que nunca hubiéramos imaginado, machacado, totalmente desfasado, sin ningún punto de conexión con el presente en el que ahora habita, como si su figura ya no tuviera sentido. Y esa sería la cara y la cruz de este nuevo Indiana Jones, que tiene un regusto de tristeza. ¿Éramos nosotros, los espectadores los que queríamos verlo de nuevo o estamos instalados en una rueda perversa en la que nos hacen creer que realmente necesitamos seguir consumiendo el pasado para mantener nuestras raíces en el presente? ¿Somos nostálgicos o nos fuerzan a serlo?

Una nueva heroína femenina

Así, Indiana, se verá prácticamente obligado a ponerse de nuevo su sombrero y coger su látigo para ayudar a su ahijada, Helena (Phoebe Waller-Bridge) que ha seguido obsesionada con el dial al igual que su padre, Basil. La elección de este personaje femenino, el mejor construido de toda la saga, sirve como espejo del propio Indiana. Más allá de que entre ellos se establezca una relación paterno-filial, algo que siempre ha estado presente en los diferentes episodios ya fuera con Sean Connery o con Shia LaBeouf, Helena simboliza una nueva era, la de las mujeres al frente, aunque en el fondo, sus características no dejen de ser un poco parecidas a las definían a Indiana en sus inicios.

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Pero no solo Helena se parece a Indiana. También la nueva propuesta se encuentra planteada como una especie de ‘mejores momentos’ de toda la saga, como si este capítulo crepuscular estuviera concebido a modo de homenaje constante a todos las señas de identidad que han ido apareciendo, pero con un pequeño punto trasnochado: los nazis y su fanatismo, las reliquias, el elemento sobrenatural final, Indiana en un tren en marcha, Indiana a caballo (en esta ocasión en medio de un desfile urbano), el regreso del personaje del egipcio Salah (John Rhys-Davies), del de Karen Allen (como ya ocurría en la Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, que ya era bastante autoconclusiva y ‘remember’), y la figura del niño acompañante, que en Indiana Jones y el templo maldito fuera Data (el recientemente oscarizado Ke Huy Quan) y que ahora encarna Ethann Isidore.

Indiana Jones convertido en una reliquia del pasado

En efecto, hay pocos descubrimientos inesperados en la película que ha dirigido James Mangold, como si el director no se atreviese a tocar demasiado el legado de Steven Spielberg, la hoja de ruta que siguió a lo largo de los años, y prefiriera ceñirse al esquema que marcó en de sus cuatro películas anteriores.

El resultado es una película que resulta un auténtico disfrute, pero al mismo tiempo se muestra restringida a la hora de mantener al milímetro el espíritu marca de la casa. Entre los hallazgos incuestionables, sin duda la incorporación de Phoebe Waller-Bridge, la elección de un villano estupendo con el rostro y la elegancia de Mads Mikkelsen, y toda esa mitología que se crea a partir de Arquímedes y el Asedio de Siracusa, que permite uno de esos clímax inesperados que siempre han estado presentes en la saga y que, en esta ocasión, nos devuelve a un pasado remoto del que Indiana no quiere escapar, no quiere abandonar, porque ya no se siente cómodo en un presente que no entiende, en un mundo en el que él también se ha convertido en una reliquia.

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